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El alegato de Fidias.

Este es un artículo que escribí hace tiempo para una revista de arte donde imaginaba la posible defensa de Fidias, el escultor griego, contra la acusación de haber robado el oro para la famosa estatua de Atenea en el Partenón.

EL ALEGATO DE FIDIAS.

 

   “A duras penas conteniendo mis lágrimas comparezco ante vosotros, ¡oh atenienses!, para rebatir las insidiosas injurias vertidas no sólo contra mí sino contra el arte todo, contra la razón y la justicia y hasta contra Atenas misma. Sabéis que mi discípulo Menón, no precisamente el mejor de todos, me ha acusado de  apoderarme dolosamente de una porción del oro que me fue entregado para  la fábrica de la Atenea Partenos. Él mismo, débil, se ha refugiado como suplicante a los pies de la estatua sin tener en cuenta que sería impía si las acusaciones fueran ciertas, cediendo persuadido por los verdaderos promotores de este ultraje, los cuales le han prometido inmunidad y, seguramente, una retribución cuantiosa. Yo le conozco: sé que sus ambiciones no igualan a sus méritos. Pero en cierta medida le disculpo porque  también sé que sólo ha sido el instrumento de fuerzas más poderosas cuyas pretensiones rebasan largamente la de desacreditarme.

 

   Ciudadanos atenienses, han pasado los tiempos en que las viejas tiranías oligárquicas dominaban a su capricho el Ática. La prueba la tenéis en vosotros mismos que me estáis escuchando: de no ser por nuestra constitución democrática, la mayoría de los que estáis aquí no tendríais parte en esta Asamblea. Pero quisiera creer que sigue vigente el estatuto que os diferencia de los lacedemonios y  confiáis en vuestra propia valía para dilucidar libremente la veracidad de mis argumentos sin dejaros predisponer por quienes no están del todo satisfechos con que el pueblo ateniense tome sus propias decisiones; con eso me daría por satisfecho. Pero mucho me temo que la misma libertad que os da voz  y a mí me permite defenderme está siendo utilizada en nuestros días para convertir la verdad en un asunto de opinión tan inestable y tornadiza como convenga a quien resguarda sus propios intereses.

 

  Atenas se ha hecho rica. Los tributos que recibimos de  la Liga de Delos no sólo han acrecentado nuestras defensas militares sino que han llenado las arcas de la ciudad con pingües excedentes. Las obras públicas prosperan como nunca se había visto y se reconstruyen los templos derribados por los persas. Los esclavos trabajan y los hombres libres que los poseen pueden dedicarse a los asuntos políticos o a lo que les venga en gana, si bien en nuestro país se considera  degradante  desentenderse de ellos y al que así se comporta se le reputa como inútil sin considerar su clase social o su dinero cuando se trata del beneficio de la república, pues no nos parece tan deshonrosa la pobreza como el no huir activamente de ella.

 

  Fruto de este estado de cosas ha sido el incremento que se otorga al valor de la retórica.  Los debates en la Asamblea y en los tribunales públicos que debían asegurar la preponderancia de los mejores más allá de su linaje o patrimonio se han convertido en certámenes de oratoria donde los menos puedan persuadir a los más. De todas las regiones acuden  maestros de retórica que pretenden garantizar triunfos y éxitos sin más esfuerzo que la seducción verbal, aunque ésta no vaya acompañada ni de la  razón ni de la virtud. Estos se hacen llamar perversamente  sofistas. Hasta hace bien poco ese apelativo era venerado indicando a quienes eran los verdaderos representantes de la sabiduría sin importar cuál fuera el ámbito de ésta. Con todo derecho Heródoto llamó sofistas a Solón y a Pitágoras. Si queréis un auténtico sofista tenéis a Anaxágoras de Clazomene, vosotros le conocéis, modelo de hombre entregado a su ciencia, que por amor a ésta, aún siendo hijo de una noble y rica familia, se apartó del mundo y renunció a su heredad dejándola en barbecho para pasto de los animales, entregándose al estudio de las cosas del cielo. Por él se dijeron los versos “Feliz el hombre que entregado a la investigación, no piensa nunca en las injurias ni en las faltas de sus ciudadanos, hundida siempre su mirada en la intimidad y vuelto hacia el edificio inalterable de las esencias eternas, a cuyo modo de ser y a cuyo plan se doblega.”

 

  Pero éstos extranjeros que ahora así se hacen llamar no son sino mercachifles de retórica huera que prometen a los jóvenes de familias ricas dotarles de los medios adecuados para destacarse en las asambleas y reuniones del pueblo y adiestrarles no en la búsqueda de la verdad sino en la lucha por el poder y la riqueza.

   Y entre los sofistas señalo a Protágoras, que cobra cantidades fabulosas por sus discursos y conferencias en los gimnasios y hasta por aparecer en las reuniones de invitados ricos. Sus nefastas doctrinas son las que iniciaron mi persecución pues, en efecto, a todos os es patente,  en Atenas buena parte de sus discípulos desearían volver a la antigua tiranía y éstos han empleado los ardides de él aprendidos para desacreditar al principal valedor de la democracia, Pericles, que aunque también de noble ascendencia renuncia a todo privilegio para que se manifieste prístina su valía personal, su sensatez y su audacia. Pero de sobra saben que con Pericles no valen meros artificios retóricos ni conspiraciones vacilantes; por eso, siguiendo los consejos de los sofistas, cobardes, no le han atacado a él directamente sino a mí que soy el notorio ejecutor de sus encargos. Y, de este modo, si la acusación que se me imputa se reputase cierta por el pueblo, de la cual, por cierto, importa a los conspiradores bien poco su certeza, podrían muy bien desacreditar a Pericles  recriminándole el contrato de ladrones y sembrando la maligna semilla de la sospecha. Pero él, prudente como nadie, ya previó tales eventualidades y me aconsejó que las planchas de oro fueran desmontables para poder comparar su peso antes y después, y yo seguí su consejo. Este es el fruto de las viles artimañas de los sofistas.

 

    Ya antes, siguiendo las doctrinas de Protágoras, hubo quien extendió, aún sin verla,  rumores sobre la supuesta mediocridad de mi obra, pues sus seguidores se jactan de poder, en virtud de la palabra, convertir lo excelente en pésimo y viceversa. Pretenden que nada es verdadero o falso sino aquello que le parezca a cada uno; lo mismo para lo bello y lo  feo, lo magnífico y lo despreciable pues, según dicen, nuestros sentidos nos engañan y no es más que la predisposición inducida la que atribuía a mi obra una inmerecida valía.

   

  Pero por ahí sí que erraron su camino resultando infructuosos todos sus esfuerzos. Os aseguro, ¡oh atenienses!, que mi arte puede superar cumplidamente todas las retóricas, no tengo que insistir en ello pues mis esfuerzos ya se han realizado, vosotros sois testigos. Ante la evidencia sobran las palabras. Los siglos venideros serán testigos.

 

   Y a ti, Menón, desleal discípulo, permíteme mi lección postrera: si lo que quieres es la gloria y llevarte los encargos de Atenas, no recurras al camino corto: perfecciónate y trabaja.

 

  Ahora, atenienses,  ¡id y pesad el oro!”

 

 

  

 El año 437 a. C. fue pesado el oro empleado de la Atenea Partenos. Fidias había previsto esta eventualidad y construyó la estatua de modo que el oro se pudiera desarmar en cualquier momento. No faltó ni un solo dracma. Al año siguiente se volvió a encausar a Fidias bajo la acusación de impiedad pues, decían, dos de los rostros labrados en el reverso del escudo de Atenea se parecían a Pericles y al propio Fidias. Murió en la cárcel.

 Este es el discurso que le imaginé pronunciar.

 

 

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